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Crónica del concierto de Beyoncé en su 'Renaissance World Tour'

Amazona de las galaxias


Entendemos la media hora de retraso (el comienzo estaba anunciado a las 20:00 horas) si tenemos en cuenta que estamos esperando a Beyoncé Giselle Knowles-Carter. Y porque sabemos que cuando Queen Bey decide abandonar sus aposentos lo hace por razones de peso. Las últimas veces que lo pudimos comprobar fue en el mismo escenario (Estadi Olímpic) el 3 de agosto de 2016 y el 11 de julio de 2018 (aquí en la gira de The Carters, compartida con Jay-Z).

La nueva visita de la de Houston se encuadra dentro del “Renaissance World Tour”, mastodóntica gira por Suecia, Bélgica, Reino Unido, Francia, España, Alemania, Holanda, Polonia, Canadá y Estados Unidos.

La excusa es, claro, “Renaissance”, el álbum publicado en julio del año pasado que sirvió para romper un silencio de casi seis años, cuando en abril de 2016 entregó “Lemonade”.

El disco, ya lo sabemos, es una celebración de la cultura del baile y una reivindicación de la aportación afroamericana a la misma, además de un reconocimiento de la comunidad queer en la génesis y expansión de muchos de los ritmos que hoy dominan el planeta.

Dividido en una intro y cinco actos, el show se abre con “Dangerously In Love”, remontándonos a 2003 y a los inicios del explosivo despegue de la Knowles al margen de Destiny’s Child. En esta “Overture”, Beyoncé se quiere postular como un eslabón más de la distinguida estirpe de vocalistas soul del pasado con un encadenado de baladas que, no nos engañemos, no están a la altura de sus referentes, aunque le rinda homenaje a Tina Turner con una olvidable apropiación de “River Deep, Mountain High”. Vale, tiene un chorro de voz de aúpa (y también escasa sutileza; ¡ay!, ¿dónde se esconden las alumnas de Diana Ross, Dionne Warwick o Anita Baker?), pero temas como “Flaws And All”, “1+1” y “I Care”, encadenados, se hacen una bola que oscila entre lo rancio y el aburrimiento supino. Beyoncé nos quiere (lo repitió varias veces al inicio del concierto), pero lo que nosotros queremos de ella no se halla precisamente en este soso ramillete de introducción, por mucho oropel plateado que inunde el escenario, un plateado/metalizado, guiño a la estética dominante del álbum, que fue el tono dominante sobre la tarima y también entre gran parte de los 53.000 asistentes que agotaron las entradas en un santiamén cuando se pusieron a la venta el pasado mes de febrero.

Afortunadamente, pronto nos metimos en el segundo acto, el del disco-coartada para el tour, y la mecha prendió en un carrusel imparable de R&B, house, techno, disco, dance-pop y otras pócimas para oxigenar el esqueleto. Desde un dispositivo escénico impecable –pantalla descomunal, pasarela adentrándose entre el público del estadio–, Beyoncé y su troupe se aplicaron para convertir el recinto en una mastodóntica pista de baile mientras sonaban “Cozy”, “Alien Superstar”, “Cuff It”, “Energy” y, uno de los picos del concierto, “Break My Soul” –el tema por el que será recordado “Renaissance”–, mientras las imágenes nos mostraban a la diva en una catarata de instantáneas que lo mismo nos llevaban a la androide de “Metrópolis” (Fritz Lang, 1927), a la Grace Jones customizada por Keith Haring o a la Venus de Botticelli, a veces con escuetos mensajes que parecían eslóganes extraídos de las obras conceptuales de Jenny Holzer y Barbara Kruger (“La imaginación es más importante que el conocimiento”; “Quien controla los media controla la mente”).

Bola de espejos de tamaño extralarge, momento para el lucimiento del cuarteto vocal femenino vía “Love Hangover” de Diana Ross (el cuerpo de baile tendría su apoteósico slot protagonista casi al final), espacio para que Blue Ivy, su retoño de 11 años, se foguee al ritmo de “My Power”, y “Black Parade”, bailes hiphoperos in situ con los elásticos Laurent y Larry Nicolas Bourgeois (en las grabaciones, tributos a las fiestas callejeras y al voguing), todo empaquetado en un rebozado de futurismo galáctico que permite paseos sobre una especie de Hummer que parece salido del atrezo de “Mad Max” y la exhibición de robots que dominan (o lo intentan) el arte del abanico.

“Run The World (Girls)”, “Crazy In Love”, el remix de “Savage” (hola, Megan Thee Stallion), “Move” (hola, Grace Jones) y “Heated” suman y suman en el banquete epicúreo con relleno de mensaje (“America Has A Problem”: Beyo convertida en presentadora televisiva en un canal de noticias que escupe cotizaciones de bolsa; money run the world, baby: miren el precio de las entradas) antes de que la estrella ascienda a los cielos del hedonismo sobre un corcel (plateado, of course) al ritmo de “Summer Renaissance” y sus saludos al “I Feel Love” de Donna Summer.

Sí, Beyoncé, sin ninguna duda, nos quiere.


Crónica por Juan Cervera | Foto: Andrew White

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