Björk por Santiago Felipe

Crónica del concierto de Björk en Madrid

Así recibió la capital a la misteriosa artista

La naturaleza teatral de la gira “Cornucopia”, concebida por la directora de cine Lucrecia Martel e intermitentemente activa desde su estreno neoyorquino en mayo de 2019, se hizo notar tanto en la configuración del WiZink Center –con la pista convertida en patio de butacas– como en una implacable puntualidad propia de las catedrales del bel canto. La entusiasta respuesta del público ante tan señalada convocatoria tampoco debe extrañar; era la única fecha del tour programada en España y apenas se veían huecos en la grada del recinto madrileño.

Asistimos a un espectáculo muy elaborado en todos sus aspectos, pero no solo vimos eso. Hablamos de una producción cuidadosa y detallista cuya búsqueda de excelencias sónicas, escénicas y luminotécnicas combina a la perfección con la suma de factores humanos –falibles, volubles, contingentes– que se despliega bajo la tramoya. Un plan de inmersión sensorial que materializa figuraciones valdelomarianas –el desbordamiento de la imagen, el sonido envolvente trascendiendo la mera estereofonía, la tridimensionalidad– en busca de una conmoción perdurable de fuerte anclaje emocional, con las canciones y la interpretación de las mismas como centro de gravedad permanente.

En el repertorio predominan las composiciones de “Utopia” (2017), principal protagonista durante el comienzo de un show que muestra sus cartas sin prisa, postergando la completa apertura de telón mientras Björk y su equipo ocupan el escenario. El percusionista austriaco Manu Delago –maestro del hang y músico acostumbrado a afrontar retos expresivos de altura– asume el desafío rítmico con soltura. El director musical Bergur Þórisson administra cada pulso electrónico con precisión. Y la arpista Katie Buckley se encarga de los pespuntes melódicos. Pero son las componentes del septeto de flauta Viibra quienes acompañan a la jefa en su devenir por la tarima mientras escuchamos cada respiración de la diva boreal al interpretar “The Gate”, “Utopia” –con el nivel acostumbrado en la zona aguda de la tesitura, eternamente joven, imponiéndose a loops vocales que son más del cielo que de aquí– y “Arisen My Senses”, donde acumula disonancias rítmicas en un delicioso trompicón. Luego escuchamos su voz sin procesar interpretando “Show Me Forgiveness”, y se nos llena el lagrimal cuando rescata “Venus As A Boy” prácticamente a capela, confirmando lo que todos sabemos: con las canciones buenas de verdad, con las canciones eternas, uno puede hacer lo que quiera porque nunca van a fallar.

Ocurre algo muy parecido en el turno de “Isobel”, primer momento verdaderamente climático de la tarde-noche: Björk mandando en la pequeña plataforma circular que sobresale del escenario entre cuerdas de ensueño y ritmos-fractura que parecen emerger desde más allá de la corteza terrestre. Después, durante “Blissing Me”, Delago se pone a extraer música del agua –literal– y el show parece mostrarse en plenitud de facultades, porque suceden cosas hasta en cuatro planos escénicos distintos gracias a la inteligente disposición de recursos como el vídeo, los telones, las proyecciones y las plataformas.

Victimhood” aterriza amenazante en el ecuador del concierto y Björk frasea a la altura de las circunstancias, imponente, acompañada por clarinetes de Mos Isley, compases de corte marcial y el estallido de un gong que se disipa en un silencio abisal, en un corte a negro. “Atopos” sube la apuesta rítmica en un crescendo tónico que desemboca en un patrón prácticamente gabber que dispara la adrenalina antes de que la señora Guðmundsdóttir pronuncie el primer “grasias” de la extática velada. Pero la conquista no termina ahí, porque el lirismo de “Pagan Poetry”, la abrumadora abrasión en la caótica “Losss” y la delicadeza de “Tabula Rasa” terminan con cualquier indicio de resistencia.

Aprovechando la elevada carga emocional del momento, se abre la ventana del compromiso con un videomensaje de la joven activista sueca Greta Thunberg recordándonos que los de arriba, los del funesto negocio megamillonario, están la mar de a gusto con nuestro laissez faire. Lo que parecía un área de descanso se convierte en acicate definitivo para espolear un bis que cabalgamos a lomos de “Future Forever” y una “Notget” a tope de decibelios, empatía y esperanza: si todos compartimos las mismas heridas, todos podemos curarnos –aunque sea durante 90 minutos de reloj, ni uno más– en conciertos como este.


Crónica por César Luquero || Foto: Santiago Felipe

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