DATA de Tainy

El impacto del anime en las músicas urbanas

Kaneda en Los Angeles: analizamos cómo la animación japonesa ha influido en la música popular de Occidente

Por Diego Rubio

La estética inconfundible y libérrima de la animación japonesa, el manga y el anime, lleva influyendo la cultura popular occidental desde hace años, y ahí están para dar testigo carreras como la de David Bowie o Miguel Bosé. Pero en los últimos tiempos, a través de dos generaciones completamente criadas en el anime y del impacto que el manga causó en el hip hop desde los años 90, casi se puede decir que el auge de las músicas urbanas corre en paralelo de la consolidación de la imaginería nipona. Tratamos de analizar el fenómeno.

El manga, el anime, y la música tienen una relación especial. Está claro si uno hace scroll por las listas de éxitos mundiales –incluida Tik Tok–. Influyendo portadas, videoclips, estéticas enteras para álbumes de promo y para photodumps en Instagram. Pero es un fenómeno que realmente va mucho más allá de la música y que se adentra más en el terreno de la sociología, o por ser menos ariscos, en cómo ha ido evolucionando la manera en la que consumimos, entendemos y procesamos la cultura de una manera global. Concretamente en EEUU, por muchos años la turbia factoría de los sueños de todo el mundo, el desembarco de la imaginería japonesa ha sido siempre, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, paulatino pero constante, penetrando a través de las artes marciales, el chopsocky, la ciencia ficción y los videojuegos. Hasta que en 1988 llega la adaptación animada del “Akira” de Katsuhiro Ōtomo y el anime, y por lo tanto el manga, arrancan su verdadera expansión internacional.

El órdago de Japón a la cultura popular: los años noventa

Obviamente la historia del anime no empieza en los noventa, ni mucho menos. Ni siquiera una expansión internacional que realmente ya había empezado con el “Astro Boy” de Osamu Tezuka en los años sesenta y que se replicó en Europa en los setenta a través de los mechas inspirados en mangas de Gō Nagai –de una “Mazinger Z” que llegó a convertirse en todo un hito para la infancia de nuestro país a una “Goldorak” que se recuperó aquí en los noventa con el título “La guerra de los ovnis”–. En España, igual que en Latinoamérica, de todos modos –y pese a otras excepciones potentes para el imaginario colectivo como “La Batalla de los Planetas”, que aquí siempre se recordará como “Comando G” por culpa de Parchís– calaron más los dramas “realistas”, con “Marco. De los Apeninos a los Andes” y “Heidi” como ejemplos de cabecera.


En cualquier caso es evidente que los noventa consolidaron todo lo que se fue construyendo durante la segunda mitad de los años ochenta gracias fundamentalmente a los esfuerzos del mangaka Akira Toriyama –autor de la saga “Dragon Ball”– y de Nintendo, y que cristalizaría en la mencionada “Akira” de Ōtomo. Digo Nintendo porque es imposible no entender la revolución que acometieron en el medio con su NES y videojuegos como “Super Mario Bros.” o “The Legend of Zelda” a finales de los ochenta: ya nunca habría vuelta atrás. Y podría citar muchos más ejemplos que hablan de una penetración profunda en los códigos de la cultura occidental: “Saint Seya”, que se estrenó en nuestro país –con gran éxito– como “Los Caballeros del Zodiaco”; la cinta post apocalíptica de artes marciales “El puño de la Estrella del Norte”, basada en el manga del mismo nombre de Tetsuo Tara y Borunson…

Ya en los noventa, la emisión de “Dragon Ball Z” desata en nuestro país –y en prácticamente todo el mundo: en EEUU, y mientras el cómic de superhéroes agoniza, el manga empieza a sentirse como un soplo de aire fresco– una verdadera fiebre editorial en torno a la saga completa. De su éxito se beneficia, por ejemplo, “Yū Yū Hakusho”, la que vendría a completar con la serie de Toriyama y con “Los Caballeros del Zodiaco” la tríada clásica del shonen, la primera que simboliza un verdadero desembarco en el imaginario de la cultura occidental. Y más allá de él incluso pudo llegar el fenómeno de “Campeones: Oliver y Benji”, que a través del fútbol consiguió conectar increíblemente con la joven audiencia europea. Podría parecer que estamos hablando solo de hombres, pero la energía femenina también supo abrirse camino en esta primera edad de oro del anime con títulos como “Sailor Moon”, de la mangaka Naoko Takeuchi, o “Sakura, cazadora de cartas”, del colectivo de dibujantas CLAMP –al que Rosalía suele referirse como su anime favorito–.

Castillos en el cielo: el cambio de milenio

Entendido que fue la juventud de los ochenta la que más expuesta había estado hasta la fecha a la imaginería de la animación japonesa, de algún modo es normal que el rap en los noventa, que a su modo estaba viviendo su propia revolución juvenil en EEUU, iniciara con el manga y el anime una relación que con el tiempo no haría sino estrecharse. Buscar las causas concretas es complejo pues parte de algo sistémico, pero por ejemplo a RZA, de Wu-Tang Clan –protagonistas de uno de los primeros grandes crossovers entre anime y hip hop–, siempre le pareció que el personaje de Goku representaba “el viaje del hombre negro en América”, alguien con superpoderes pero privado de su propia memoria, alienado, incapaz de entender su valor real. Más allá de esta anécdota, recogida en el libro de memorias “The Tao of Wu”, realmente en la Nueva York de entonces –y más concretamente en distritos como la Staten Island que vio nacer al Wu-Tang, conocida en la calle como Shaolin– la influencia asiática llegaba mucho más a través de China. El propio nombre de la banda y de su primer álbum lo dicen todo: están inspirados en dos películas de artes marciales, “Shaolin y Wu Tang” (1983) y el clásico “Operación Dragón” (1973) –estrenada en EEUU como “Enter the Dragon”–, la cinta póstuma de Bruce Lee que además marcaba su primera gran producción internacional. No es raro que estas historias de éxito extranjero inspiraran a la juventud afroamericana.


Pero, como ya hemos comentado, fue “Akira” la película que abrió definitivamente la veda para la penetración profunda de la animación hecha en Japón. En 1995 Michael y Janet Jackson se unían para su primera colaboración en el vídeo de “Scream” y, entre líneas –y sutiles planos de Kaneda en la cinta de Ōtomo–, sugerían algo que, en general y sobre todo en la América de entonces, estaba en el aire: el hartazgo con la cultura “clásica” occidental y el aire fresco que suponían la ciencia ficción, el futuro, Japón y los videojuegos. La animación madura hizo su aparición con obras de cyberpunk post “Akira” como la película inspirada en el manga de Masamune Shirow “Ghost in the Shell” –dirigida por Mamoru Oshii– o la serie “Neon Genesis Evangelion” –Hideaki Anno–, y el éxito de “Cowboy Bebop”, de Shinichirō Watanabe, ya daba las pistas para un anime fuertemente globalizado. El Óscar de 2002 a “El viaje de Chihiro” puso a Hayao Miyazaki y a Studio Ghibli en el mapa de la animación mundial y consiguió que se revisitaran y reivindicaran cintas hoy míticas como “La Princesa Mononoke”, “Porco Rosso”, “Mi vecino Totoro” o “El castillo en el cielo”.


Y en el mundo virtual, la irrupción de PlayStation revolucionó, de nuevo, una industria en constante crecimiento amparada en el éxito del videojuego nipón, con “Final Fantasy VII” a la cabeza. Quizá Nintendo perdiera entonces su monopolio asiático, pero aún así ofreció “The Legend of Zelda: Ocarina of Time” y un órdago por la democratización de la industria, la Game Boy, una portátil “para todos los bolsillos” con un catálogo excepcional que se nutría en mucho de la nostalgia de NES pero que también plantearía sus propias revoluciones. Una por encima de todas, claro: “Pokémon”, el primer gran fenómeno infantil para todos los nacidos, como yo, a principios de los noventa. La desarrolladora, Game Freak, logró construir en torno a la franquicia de los adorables monstruitos un imperio que nada tiene que envidiarle al de George Lucas y “Star Wars”, empezando por el anime protagonizado por Ash y Pikachu y siguiendo con películas, juegos de cartas y merchandising vario.

Dos generaciones criadas en la animación

Con este setting planteado, a principios de los 2000 ya existe una generación que ha crecido con el anime y manga de los ochenta y noventa y otra generación, nueva –llamémosla la “generación Pokémon”– que, gracias a internet, además, no solo va a poder construir sus propios mitos y referencias con mayor libertad, también revisitar el pasado que comienza a tener cabida en el imaginario colectivo del pop occidental. Rockstar Games, por ejemplo, se fijó en el manga “Wangan Midnight” –inspirado en la banda real Hashiriya, que organizaba carreras ilegales por la Ruta Bayshore de Tokyo– para lanzar el videojuego “Midnight Club”: tunning, hip hop, urban y música electrónica se daban la mano en una amalgama que hermanaba ciudades como Tokyo, Los Angeles, Londres, París o Nueva York, un efecto que se amplificaría en el mainstream gracias a la saga “The Fast and the Furious” con “Tokyo Drift”, en cuya banda sonora se mezclaba a Pharrel Williams, DJ Shadow o Mos Def con bandas japonesas como Teriyaki Boyz o Dragon Ash y a The Prodigy con Don Omar y Tego Calderón.

En Inglaterra, una de las primeras derivaciones del grime terminaría denominándose shinogrime por incluir no solo el oriental riff en la producción, también samples de videojuegos de Capcom como “Street Fighter II” y “Onimusha”. Daft Punk acudieron al director Kazuhisa Takenouchi –con la supervisión del mito de la animación Leiji Matsumoto– y al estudio Toei (“Dragon Ball”, “Dr. Slump”, “Saint Seya”, “Sailor Moon”, “Digimon”, “One Piece”) para concebir la pieza visual de “Harder, Better, Faster, Stronger”, y cuando Kanye West la recuperó en 2007 para “Stronger” aprovechó, de paso, para rendirle tributo a “Akira”. El terror japonés arrancaba ya su conquista del cine mundial, igual que lo nipón otros campos de la imaginería pop gracias a cintas como “Matrix” o “Kill Bill”. Toda esta ida y vuelta constante desembocó en una obra como “Shamurai Champloo”, nueva creación de Watanabe tras “Cowboy Bebop”: aunque ambientada en el s. XVII –durante el periodo Edo–, está infestada de anacronismos relacionados con el mundo del hip hop, el graffiti, el breakbeat o el arte urbano. Mugen, su protagonista, de hecho, es una samurai muy poco ortodoxo cuyo estilo de pelea parece una mezcla entre breakdance y capoeira.


Afro samurais: el anime y el hip hop

Pero el momento quizá más definitivo lo encontramos con la adaptación anime del manga de Takashi Okazaki “Afro Samurai”. Publicado originalmente en 1999, su historia –basada en la figura real de Yasuke, un samurai de origen africano que vivió durante la era Sengoku– causó impacto en un underground rapero de Nueva York que por ese momento también se fijaba en el cómic de Aaron McGruder “The Boondocks”. En 2005, Adult Swim estrenó la versión animada de este último, y confirmado ya el idilio entre el rap y el anime –a través fundamentalmente de Wu-Tang, pero también de Kanye West y, sobre todo, de Lupe Fiasco–, en 2007 se llevó a cabo el movimiento clave: Samuel L. Jackson ponía voz a Yasuke y producía “Afro Samurai”, estrenada antes en Canadá y EEUU que en Japón pero concebida enteramente allí por el estudio Gonzo, reconocidos por la gore –y explícita– distopía cyberpunk “Gantz”.

La banda sonora completa la producía RZA, cerrando un ciclo entre el anime y el hip hop que siguió reproduciéndose durante la siguiente década entre menciones a “Dragon Ball Z”, “Naruto” y “One Piece” por parte de artistas de todo corte, de Frank Ocean, Drake o The Weeknd a Childish Gambino, B.O.B., Trippie Redd, Denzel Curry, Joey Bada$$ o XXXTentacion y hasta los franceses PNL o, aquí, Erik Urano –aunque él sea más de seinen que de shonen–. Megan Thee Stallion no solo ha comentado varias veces su atracción sexual por Sasuke, de “Naruto”, también ha hecho cosplay de “Sailor Moon” y de “My Hero Academia”. Y Lil Uzi Vert, bueno, aparte de tener toda una colección de itashas –coches imprimados con personajes y motivos manga– entre los que se incluyen un Bugatti Veyron inspirado en “Cowboy Bebop” o un Audi R8 inspirado en “K-On!”, siempre ha demostrado su amor por la animación japonesa, de los videoclips de “He Did It” o “Ps & Qs” a “Pink Tape” (Atlantic, 2023), su último álbum, cuyo tráiler da rienda suelta a todas sus inquietudes visuales, de “Akira” a “Dark Souls”.


Cerrando más círculos, si cabe, una nueva versión de la historia del afro samurai Yasuke llegó en 2021 como el fruto de una colaboración entre LeSean Thomas, involucrado en las primeras temporadas de “The Boondocks”, y el productor Flying Lotus. Producido por MAPPA, el estudio líder de la animación actual –responsables de “Jujutsu Kaisen”, “Chainsaw Man”, “Vinland Saga” o el final de “Attack on Titan”–, “Yasuke” marcaba la primera intervención de FlyLo en el anime desde los mandos, pero su relación iba más atrás: en 2017 se encargó de la música de “Blade Runner Black Out 2022”, precuela de animación de “Blade Runner 2049” dirigida por Watanabe, y en 2019 repitió con el mítico creador nipón en el anime musical “Carole & Tuesday”, donde también figuraba, entre otros, el rapero Denzel Curry.

Japón, imperio cultural

Con los 2010, y con el crecimiento de la “generación Pokémon”, llegó el verdadero reinado del anime en la cultura popular, un estallido que en los 2020 es ya, vía hyperpop y reivindicaciones varias de las estéticas y músicas asiáticas, casi una religión. Es tan curioso como perfectamente natural: los niños que crecieron con “Pokémon” fueron los responsables de encumbrar durante su adolescencia a la que sería la segunda gran tríada del shonen, formada por “One Piece”, “Naruto” y “Bleach”. Los chavales que en los 2000 devoraban cultura japonesa encontraban en ella la satisfacción de muchas necesidades fugitivas y de diferenciación: eran, éramos, los “frikis”. Y “frikis” de aquellos animes como Lil Uzi Vert, Rauw Alejandro o Tainy –que de siempre han lucido tatuajes de geishas, samurais y personajes de anime– han terminado dominando el pop y consiguiendo que el imaginario que les dio forma marque también las estéticas globales. Los raritos de la clase son los que terminarán escribiendo libros, rodando películas, haciendo canciones. Y los que han conseguido que ondas que en su momento eran casi marginales ahora sean lo más trendie del mundo –tanto que en muchos casos hay que esforzarse por reconocer, como me ocurre a mí personalmente con Rosalía, qué fue antes, si el huevo o la gallina–.

“Las traducciones del japonés se han triplicado en los últimos diez años”, dice Manuel Barrero, de la asociación cultural Tebeosfera. Algo que se explica por el aumento del poder adquisitivo de los asociados a esa segunda generación, pero donde también interviene la creación de nuevos públicos. Entre zillenials y zetas han convenido en darle una vuelta oscura al género –la oscuridad es un rasgo distintivo de los 2010, no hay más que ver el revival emo en la música urbana y el ascenso al culto de historias dark como “Tokyo Ghoul”, “Fullmetal Alchemist”, “Death Note” o el hentai “Bible Black: La noche de Walpurgis”–, y las preocupaciones se han vuelto más adultas, muchas veces entroncando con la alta fantasía, como sucede a lo largo de toda la saga de videojuegos de FromSoftware “Dark Souls” o en “Attack on Titan”. “Naruto” –y su reciente spin-off, “Boruto”– sigue teniendo tirón en la gen-Z e incluso en la Alfa, lo mismo que “Pokémon” o “One Piece”, que acaba de estrenar live-action en Netflix. El tiempo –e internet– ha puesto en su lugar “Jo Jo’s Bizarre Adventure”, y la nueva tríada que representa al shonen es más punk, gamberra y contemporánea que nunca: “Jujutsu Kaisen”, “Chainsaw Man” y “Hell’s Paradise” son un desparrame constante que sabe explotar la relación cada vez más bilateral entre lo japonés y lo occidental, incluidas llagas y palmaditas en la espalda.

El anime y lo latino

Todo el rato, a lo largo de todo el artículo, estamos hablando de adopciones generacionales y de evoluciones naturales, así que es lógico pensar en cómo el impacto del anime en el rap puede encontrar su paralelismo en la música urbana de Latinoamérica. Y vale, también, todo lo que hemos comentado sobre cómo a partir de los 2000 y con “Pokémon” tenemos generaciones criadas completamente en la animación japonesa, estuviera peor o mejor visto. Lo que es evidente es que con la conquista global de los ritmos latinos que hemos vivido en los últimos años gracias a las carreras de Maluma, J Balvin, Karol G, Bad Bunny, Shakira, Ozuna, Anuel AA o Rosalía también hemos visto una adopción cada vez mayor de los códigos del manga y del anime. No debería extrañarnos, por tanto, que Rosalía diseñe “Motomami” con la imaginería japonesa en la cabeza, que se disfrace de Asuka con su ex, Rauw, disfrazado de Shinji –dos de los personajes principales de “Evangelion”–, o que haya preparado una última manga de promo con portadas en Japón o un videoclip como “Tuya”, tema que claramente mira al mercado asiático.


Este mismo año también Tainy ha querido demostrar su amor por la cultura y la animación japonesas a través de su último disco, “DATA” (NEON16, 2023), conceptualizado en torno a Sena, una androide a la que le transfieren emociones humanas en forma de canciones. Inspirado en “Ghost in the Shell”, más allá de la referencia lo interesante es que marca una colaboración sin apenas precedentes: el productor puertorriqueño contó para diseñar todo el trabajo con Hiromasa Ogura, director de arte de la mítica cinta de 1995 –y animador de, entre otras, “El Castillo de Cagliostro”, de Ghibli, primera película basada en el manga/anime “Lupin III”–. Un movimiento que recuerda de soslayo a aquel “Colores” de J Balvin en 2020, diseñado por el artista japonés Tekashi Murakami. Antes, en 2019, el colombiano se convirtió en un personaje de anime para el videoclip de su colaboración con los japoneses m-flo, “Human Lost”. Y un año antes, en 2018, el productor Spiff Tv –declarado fan del anime– le dio a Future, Bad Bunny y Anuel AA sus propios avatares animados en un vídeo concebido por el estudio nipón D’ART Shtajio. El propio Bad Bunny ha tonteado de siempre con lo japo, barruntando unas líneas en japonés al final de “Yonaguni” –nombre de una isla al suroeste de Japón– o con ese homenaje al cyberpunk y al tunning de Yokohama que es el videoclip de “Bichiyal”. Y qué decir de Rauw Alejandro, que fue uno de los primeros en adoptar la estética cyberpunk en el reguetón, guiñándole de paso un ojo a The Weeknd.


Va mucho más allá, llegando a todos los rincones de la música latina. Por ejemplo, el anime ha influido también en el underground mejicano. Y en nuestro país nos podemos remontar a las carreras de Yung Beef o de Pedro LaDroga, hace ya más de diez años, para ir rastreando el impacto cada vez mayor de las estéticas niponas hasta artistas como Goa o Rojuu. Aún más ahora que el hyperpop, que recorre las carreteras de neon entre Tokyo, Londres y Los Angeles, domina gran parte del enfoque sobre la música urbana. Así que, más que hablar de modas y después de todo, sí podemos afirmar que la fijación casi romántica con lo nipón es parte de una evolución natural de las sociedades occidentales. No solo por nuestro comportamiento como consumidores, también porque nuestras ciudades, y nuestras vidas, cada vez se parecen más a las que salen en los animes. Y porque esa extraña y contradictoria tensión que se produce entre la tecnología humana no deja de ser una de las pulsaciones más atractivas del anime. En el apocalipsis, al final, la humanidad siempre gana.


Escrito por Diego Rubio || Foto: portada de “DATA”, disco de Tainy

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