Lorde y “Virgin”, un regreso agudo y sensual de la oráculo pop más reacia
Del desencanto solar a la reinvención visceral, Lorde vuelve con un álbum que no teme sangrar
Para cuando Lorde se subió a una mesa astillada en Washington Square Park esta primavera, vestida de negro y cantando al iPhone de una fan, estaba claro que ya no buscaba la sutileza. Lo que comenzó como una supuesta “grabación de videoclip” se convirtió en un concierto improvisado: móviles al aire, TikToks en directo, la policía rondando… y sin embargo allí estaba ella, entonando el estribillo de “What Was That” con la euforia de quien está lista para volver al ojo del huracán pop. No para trascenderlo, como intentó una vez. Ni para burlarse de él, como hizo en su momento. Sino para habitarlo con todas sus contradicciones: sudoroso, visceral, absurdo.
Esa alegría caótica atraviesa “Virgin”, su cuarto disco y el primero desde el discutido “Solar Power” (2021). Si aquel álbum era un repliegue áspero –una renuncia aromática al contrato pop, bañada en sol y espiritualidad de Instagram– “Virgin” es el regreso al lugar del crimen, no para pedir perdón, sino para reconfigurar el sistema desde dentro.
Desde el primer estallido de “Hammer” –sintetizadores musculosos, mantras gritados, una alegría cercana al éxtasis rave– queda claro que Lorde vuelve a conectar con el pulso cinético que hizo de “Melodrama” (2017) un disco generacional. Pero “Virgin” no se limita a repetir ese melodrama juvenil. En lugar de eso, lanza una pregunta más compleja: ¿y si tu apocalipsis no ocurre a los 19, sino a los 28? ¿Y si el proceso de madurar nunca termina del todo?
A lo largo de doce canciones, Lorde compone un collage suelto, a menudo fragmentado, de la incomodidad existencial tardía: esa edad indefinida en la que el amor, la fama, el sexo, la identidad y la autoimagen entran y salen de foco como un carrusel defectuoso. “GRWM” (acrónimo de “get ready with me”) canaliza esa incertidumbre a través de la lente borrosa de las redes sociales: “Una mujer hecha y derecha con un crop top de niña”, canta, riéndose de sí misma, de la cultura pop… o de ambas.
Hay mucho humor, pero casi siempre cortado con un filo de melancolía. En “Current Affairs”, Lorde dibuja una escena romántica bajo un eclipse lunar antes de soltar el remate sucio: “Probaste mi ropa interior / Supe que estábamos jodidos.” Y en “Favourite Daughter”, uno de los momentos más potentes del disco, canaliza traumas maternos en una marcha mordaz que recuerda a “Team”: “Me estoy partiendo la espalda solo para que digas que soy una estrella”. Es el sonido de alguien volviendo a su historia de origen y encontrándola distorsionada por el paso del tiempo y la terapia.
En lo sonoro, “Virgin” no es una reinvención total, pero tampoco un paso atrás. Hay algo más resquebrajado, más inquisitivo, en estas canciones que en “Melodrama”, aunque los ritmos golpean con más fuerza que en “Solar Power”. La influencia del hyperpop se siente fuerte: “Broken Glass”, en particular, parece habitada por el fantasma de A.G. Cook, con un beat limpio y minimalista que deja espacio a Lorde para narrar su desorden alimenticio con una crudeza aterradora. “Quizá sean meses de mala suerte”, canta, “pero ¿y si solo es vidrio roto?” El estribillo suena como un espejo haciéndose trizas.
Las letras de Lorde siguen sintiéndose como diarios a medio censurar, íntimos pero mitológicos. No ofrece la narrativa completa, pero sí lo suficiente para que se sienta la grieta. Cuando pregunta: “¿Volveré a amar alguna vez?” en el cierre susurrado y elíptico “David”, no suena como una queja, sino como la constatación devastadora de que a veces simplemente no lo sabemos. Y eso está bien.
No todos los momentos del álbum tienen el mismo impacto. La segunda mitad a veces se dispersa, y una o dos canciones (“Clearblue”, “GRWM”) coquetean con una vaguedad que se siente más como indecisión que como misterio. Pero incluso esos temas ofrecen revelaciones menores: destellos de duda, ternura imprevista, la conciencia de que la adultez es, al fin y al cabo, una improvisación constante. Y quizá esa sea la mayor virtud de “Virgin”: no intenta cerrar nada. Prefiere capturar a Lorde en plena transformación: una estrella pop desarrollándose en tiempo real, no para complacer al público, sino para entender sus propias contradicciones. Ha descubierto que el personaje siempre va un paso detrás de la persona.
La Lorde de “Virgin” ya no es la chica que se burlaba de la opulencia ni la joven que derrocó a las divas del top 40 desde un cuarto suburbano. Ahora es más extraña, más cálida, más herida. También está más dispuesta a admitir que no tiene todas las respuestas. Y eso no es una debilidad: es una transformación radical y poderosa. Al fin y al cabo, ya lo dijo hace años: “Es un nuevo arte, mostrarle al mundo cuánto nos da igual.” Ahora, nos está mostrando cuán profundamente le importa.
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